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Todos los relatos cortos y personajes de este blog son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia

martes, 18 de junio de 2013

Relato: Cómo acabó y empezó todo

 Este relato lo hice para un concurso sobre el fin del mundo. Estaba totalmente en blanco y había que alargar un poco, pero al final lo hice bastante original: me basé en lo que los creyentes denominan el rapto y conté las experiencias de un grupo de bandoleros después del apocalipsis. ¿Qué os parece?

Cómo acabó y empezó todo
Yo sobreviví al fin del mundo, como todos mis hombres. A excepción de Glen, por supuesto, aunque él siempre había clamado a los cuatro vientos que era inocente y que nunca había hecho nada malo. Dado que todos los inocentes desaparecieron misteriosamente el día anterior a que empezara todo y no supimos de él en todo este tiempo, es posible que tuviera razón.
De todos los bandoleros que vivíamos en esta zona de la cordillera, casi nueve de cada diez seguimos vivos. Estábamos lo bastante resguardados para sobrevivir a la lluvia de fuego y lo bastante altos para que las inundaciones no nos arrastraran a su paso. Los terremotos nos pillaron fuera de las cuevas y la helada no fue un problema, porque los restos de madera eran tantos que no nos supuso ningún problema sobrevivir al frío.
Para cuando todo acabó, a excepción de los desafortunados de turno, que habían sido acorralados por las llamas o aplastados por algún árbol o desprendimiento, todos seguíamos relativamente indemnes. Además, habíamos salvado prácticamente todas las provisiones e incluso conseguimos construir un refugio comunitario para resguardarnos del frío y de las bestias, que nunca hasta entonces habíamos visto y que atacaban con un ansia asesina tan feroz que nadie se aventuraba a salir solo, ni siquiera de día, que era cuando estaban menos activas.
Los problemas comenzaron en cuanto acabamos el refugio. En total éramos tres grupos de bandoleros y, aunque nos tolerábamos, siempre nos habíamos mantenido a distancia unos de otros. Las riñas, ahora que nos veíamos obligados a convivir, eran inevitables. Por suerte, mi banda era la más numerosa y la única que no había tenido bajas, así que logramos imponer nuestros deseos a los de los demás, quedándonos en el mejor sitio y llevándonos la mejor parte en el reparto de las provisiones que habíamos puesto en común.
La ventaja numérica también nos permitió vivir relativamente cómodos y libres de cargas mientras el resto trabajaba en la mejora del refugio, que pronto se convirtió en un auténtico fortín. El único intento de rebelión de las otras dos bandas fue descubierto por un golpe de suerte y atajado de inmediato: los conspiradores fueron ejecutados ante el resto, a los que convertimos en nuestros sirvientes.
Nuestra única baja, casi un mes después de que se llevaran a cabo las ejecuciones, se produjo cuando dos de los nuestros, Tolomeo y Carranza, encontraron la bolsa de oro medio enterrada en la entrada de una de las cuevas. Su pelea fue inevitable y sólo regresó Carranza con una estúpida excusa que descubrí en seguida. Por supuesto, cuando me entregó las dos terceras partes de su botín decidí hacer la vista gorda.
Un par de días después llegó la gran alegría para todos nosotros: tras un tiempo cautivas por lo que quedaba del regimiento de soldados más cercano a las montañas, un numeroso grupo de rameras mató a sus captores pulverizando cristal en su comida y, en su búsqueda de un refugio seguro, acabó casi en nuestra puerta.
Por supuesto, no fui tan estúpido como para intentar apresarlas. Semejante pretensión, me atrevería a afirmar, hubiera supuesto mi muerte y la de mis hombres, porque esas arpías habrían encontrado la forma de liberarse y pasarnos a cuchillo en cuanto nos descuidamos. Además, era mucho más divertido tener a las putas bien dispuestas para satisfacer tus necesidades.
Así que les ofrecimos refugio, comida y libertad para elegir a sus compañeros de cama, siempre que fueran de la banda. Tampoco es que fuera necesaria esa advertencia, las rameras siempre saben quiénes son los que tienen el poder y dirigen hacia ellos sus atenciones. En cualquier caso, era mejor vida que la que habían tenido hasta la fecha, porque eran más que nosotros y se podían permitir el lujo de descansar unas cuantas noches, así que aceptaron el trato sin rechistar.
Como es lógico, fue la mejor época de mi vida. Tenía el mando de mis hombres, unos cuantos sirvientes y a todas las mujeres que quisiera para calentar mi cama. Pronto escogí a mi preferida, no la más hermosa pero sí la más ardiente, que siempre se reservó para mí. No pasaron muchos meses hasta que supimos que tanto ella como muchas otras estaban en estado.
Creo que eso cambió mi perspectiva y la de muchos de mis hombres. Aunque algunos de los retoños eran de padre desconocido, la identidad del progenitor de unos cuantos estaba clara, entre ellos la de mi primogénito. Me di cuenta de que, si venían niños, nuestro fortín se quedaría pequeño. Y de que no había hombres suficientes para enviar más partidas de caza, que ya habíamos tenido que duplicar cuando llegaron las mujeres, y seguir con los otros trabajos de fortificación, la supervisión de los sirvientes, la elaboración de herramientas que sustituyeran a los que quedaban inservibles y todas esas tareas que no resultan problemáticas cuando el grupo es pequeño, pero que son difíciles de organizar cuando hay demasiada gente.
Por otro lado, los ataques de las bestias eran cada vez más feroces y las heridas se infectaban fácilmente. Era cuestión de tiempo que alguna plaga hiciera estragos entre nosotros y, al carecer de sanadores, no podríamos evitar una tragedia.
Eso, sumado a la necesidad de ciertos materiales que nos resultaban difíciles de sustituir, me llevó a preparar nuestra primera expedición fuera de nuestro territorio. Dejé a tres de mis hombres de confianza al mando, elegidos especialmente por sus viejas rivalidades para que no se aliaran en contra mí durante mi ausencia, y escogí a otros dos para que me acompañaran.
Esta misión, cuyo objetivo era recoger armas y todos los materiales útiles que encontráramos en el cuartel del que habían escapado nuestras mujeres, fue un gran éxito. No sólo conseguimos lo que buscábamos, sino que logramos capturar a un par de cerdos, cinco caballos y un burro que habían sobrevivido quién sabía cómo.
La siguiente vez fuimos algo más lejos, a la que había sido la población más cercana a nuestra guarida. Aunque en esta ocasión no hallamos todos los bienes que esperábamos encontrar, nos topamos con algo más importante: un pequeño grupo de supervivientes, la mayoría agricultores, a los que ofrecimos un lugar en nuestro refugio a cambio de su trabajo. Hacía tiempo que me preocupaba que la caza, a largo plazo, terminara agotándose, así que cubrirnos las espaldas con lo que quiera que consiguieran cultivar nos vendría bien.
Mayor fue mi alegría cuando, al aceptar nuestra oferta con cara de alivio, nos llevaron a un ruinoso establo en el que tenían escondidas unas cuantas gallinas enclenques, dos gallos y media docena de vacas que nos llevamos con nosotros. Por supuesto, prohibí terminantemente sacrificar a estos animales, a fin de que se reprodujeran.
Realizamos muchas más expediciones, todas ellas exitosas. Si no encontrábamos objetos útiles, capturábamos ganado errante o nos topábamos con grupos de supervivientes a los que invitábamos a unirse a nuestro asentamiento.
Dos años después ya contábamos con herreros, curtidores, artesanos e incluso con un bardo. En principio se generó un debate en torno a ese individuo, porque muchos no le consideraban útil, pero era el único, de los que habíamos encontrado, que sabía escribir, e hice ver a los que querían verle muerto que, de cara a la educación de nuestros descendientes, acabaría por sernos de ayuda.
Y así, poco a poco, se fue construyendo este reino. Luego vinieron los nombramientos, el descubrimiento de otros asentamientos similares más allá de las montañas, las guerras y las leyes... pero esa es otra historia.
***
El anciano acabó su narración, con cara de cansancio, y miró a sus bisnietos, esperando sus respuestas. Finalmente fue Amadeo, el más mayor de todos, quien habló:
—Venga ya, bisabuelo. No puedes hablar en serio. ¿Que tú, el hombre más poderoso de este reino, no eras más que un proscrito? ¿Y la bisabuela una puta miserable? ¿Y todas las casas nobiliarias tienen la misma ascendencia? No me hagas reír.
Su padre, que era el rey desde hacía años, le arreó un sonoro guantazo que le tiró al suelo.
—¡No se te ocurra hablarle así a tu ancestro! Todo cuanto te ha dicho es verdad, y harás bien en recordar esta historia, porque es el origen de este reino y de nuestra familia, y habrás de contársela a tus hijos tal y como la has escuchado.
—Jamás pasaré por semejante vergüenza.
—La pasarás, aunque tenga que encargarme personalmente de ello. No podemos olvidarnos de nuestros orígenes.
—Nosotros somos el poder. Podemos decir que tenemos el origen que nos plazca y nadie se atreverá a rechistar o será pasado por la pica. Dentro de unas pocas generaciones, nadie conocerá más historia que la que le hemos contado.
—El mundo acabó entonces por algún motivo, descendiente —afirmó el anciano—. Y estoy convencido de que fue por gente que pensaba como tú.
—El mundo no acabó. Seguimos aquí. Además, me apuesto que toda esa historia no son más que delirios de la vejez —acabó el joven, saliendo de la sala con un portazo.
Ya a solas, en sus aposentos, comenzó a darle vueltas al asunto. No podía permitir que semejante historia volviera a contarse, aunque fuera a alguien de la familia, y si su padre y su bisabuelo no estaban de acuerdo tendría que encargarse de ellos. Del viejo no tendría que preocuparse, su hora estaba cerca, pero en cuanto a su padre... eso de echar cristal pulverizado en la comida era una buena idea.
Por supuesto, se aseguraría de que sus hermanos y sus tíos estuvieran de acuerdo, o seguirían el mismo camino. En cuanto al resto de casas nobiliarias... sabía que algunas de ellas ya habían inventado alguna historieta sobre sus orígenes y no dudaba de que el resto sabría apreciar el valor de no transmitir a las siguientes generaciones ciertas ideas. Si no, simplemente encontraría motivos para acusarles de traición.
Una vez tomada esta decisión, se tiró en la cama con una sonrisa y empezó a imaginar unos nuevos orígenes. Era descendiente de los reyes de tiempos lejanos, o de los propios ángeles que provocaron el apocalipsis. ¿Qué importancia tenía que la historia fuera fantasiosa, de todos modos? La gente tendría que creerla... o asumir las consecuencias.

antología de relatos cortos 48 trozos de fantasía y ciencia ficción
 

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